La legitimación del dolor

Últimamente ha salido en varias sesiones con diferentes personas un tema que es muy antiguo pero que viene bien recordarnos de vez en cuando. Tiene que ver con la legitimación sociocultural de las emociones y la definición sociocultural de la locura y la cordura.

No es agradable sentir dolor o tristeza. Pero lo es aún menos cuando nuestro entorno nos dice que no es adecuado sentirla o expresarla: “llorar es de débiles”, “tienes que pasar página ya”, “que tu hijo/a no te vea llorando”, “anímate”, etc.  Lo mismo ocurre con el miedo y las demás emociones.  Incluso la alegría es modulada socioculturalmente: sólo las grandes celebraciones compartidas, como  ganar la lotería, un gol de nuestro equipo o el año nuevo, dan permiso para expresarla abiertamente con saltos, gritos, abrazos o bailes.

A veces es más dolorosa la censura de nuestro entorno que la experiencia en sí.  Y al revés, ante el dolor provocado por una pérdida o una herida, sentir el reconocimiento de las personas que nos rodean es lo que nos salva.  Cuando percibimos el no-permiso, tendemos a callar, a ignorar y/o a reprimir.  Y eso es lo que marca la diferencia entre una experiencia traumática y una experiencia difícil pero no traumática.  En mi opinión, silenciar o contar es lo que marca la diferencia entre el trastorno y la salud.  

Digo en mi opinión porque no hay un consenso claro en la definición de trastorno y de salud mental (aquí puedes leer una aproximación de Van der Kolk que me gusta mucho).  Y si eso ocurre es porque es una construcción social y cultural.  Hay muy poco de objetivo en el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of mental disorders), el manual diagnóstico que se utiliza como referencia para el diagnóstico de los trastornos mentales en casi todo el mundo.  El DSM es como el Diccionario: recogen de manera descriptiva el uso normal y desviado de la mente y de la lengua respectivamente, y se van actualizando conforme ese uso evoluciona en la sociedad. El DSM es fruto del consenso entre los psiquiatras que lo elaboran (pertenecientes a la American Psychiatric Association).  Ponen etiquetas a conjuntos de síntomas que observan en los pacientes.  Es decir, no se basan en datos objetivos de laboratorio sino en observaciones descriptivas de comportamientos que suponen una alteración clínicamente significativa y un malestar para las personas que los experimentan.  Pero, ¿qué se considera clínicamente significativo? ¿Qué lo diferencia del malestar o el dolor normal que forma parte de la vida?  Eso es lo que decide la sociedad en cada contexto histórico-cultural.  Por ejemplo, hace dos siglos, las mujeres que expresaban abiertamente sus emociones,  en contra de la costumbre que imperaba en aquella época, eran diagnosticadas con un trastorno psiquiátrico denominado histeria.  Actualmente nos parece una aberración y fue retirado del DSM.  Nos podemos plantear incluso si los trastornos mentales existen por si mismos o si son meras construcciones creadas en las mentes de los clasificadores.¿Los nombramos porque existen? ¿O existen porque los nombramos? Precisamente el DSM no admite como diagnóstico psiquiátrico alteraciones o manifestaciones culturalmente aceptadas.

¿Cuál es el problema de todo esto? Que constituye un marco muy poderoso de prohibiciones y permisos acerca de lo que sentimos, haciendo que experimentemos nuestros sentimientos como algo normal o patológico, y como decía antes, esa misma experiencia es lo que puede generar o empeorar el sufrimiento.  Porque sentir algo que “no encaja” en nuestro entorno pone en peligro nuestra pertenencia. Y ése es un grave peligro que, como mamíferos sociales e interdependientes, no nos podemos permitir.  ¡Lo que hacemos para no sentirnos locos! O raros o diferentes.  Escondernos lo que haga falta. Callar lo que haga falta. Disimular, hacer “como si”.

Sin embargo, podemos engañar a los demás, pero no a nosotros mismos. Por mucho que nos esforcemos en ignorarlas, las emociones seguirán ahí hasta que las miremos y las escuchemos. El miedo se quedará agazapado en nuestras tripas y nos dará dolor de estómago o gases. La tristeza nos robará la energía, la rabia nos contraerá los músculos y las mandíbulas…  Pero para poder mirarlas necesitamos legitimarlas y darnos permiso.  Porque lo cierto es que las emociones son siempre legítimas, son reacciones neurobiológicas que no se pueden evitar, como la respiración. Nadie se plantea si respirar esta bien o mal, pero si sentir ira o tristeza. Y sin embargo, es lo mismo.  Da miedo, lo sé. La buena noticia es que escuchar y legitimar nuestras emociones y las necesidades que hay detrás no significa necesariamente que los demás nos las vean. Una vez que tomamos conciencia y nos hacemos cargo de lo que llevamos dentro podemos decidir libremente si dejamos que nos lo vean, quién, cómo y cuándo.

De hecho en eso consiste vivir en sociedad: gestionar nuestras necesidades para adaptarnos de manera flexible a nuestra realidad interna y a nuestra realidad externa; decidir libre y responsablemente cuándo expresar y atender nuestras necesidades, cuándo priorizar unas u otras cuando son contradictorias, cuándo priorizar las de los demás.  En qué momento y con quién compartir nuestro dolor, o en qué momento llorarlo por dentro.  Pero siempre, al menos, contárnoslo a nosotros mismos. 

Fotografía de Kristina Tripkovic

 

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